Había recorrido una mañana cargada de incertidumbres preocupantes y asombrosas. Una vez aminorada la duda, todo parecía volverse relativo. Relativo y poco importante.
Incluso los culebrones familiares le hicieron carcajearse de la estupidez reiterada de sus humanos consanguíneos. Celebró con sus iguales el arte de caminar juntos por la vida imperturbablemente y sin exigencias, compartiendo nuevos futuros y calores insoportables.
Un loco de mediodía le agradeció su sonrisa ante su punzante y valiente súplica escrita en un enorme cartel que le vistiera. Y observó en el paseo algunas absurdidades modernas de las que se sintiera cada vez más alejada. Alejada y ajena. Una sensación de extrañeza le asediaba tras aquellas invasiones sonrientes.
Un loco de mediodía le agradeció su sonrisa ante su punzante y valiente súplica escrita en un enorme cartel que le vistiera. Y observó en el paseo algunas absurdidades modernas de las que se sintiera cada vez más alejada. Alejada y ajena. Una sensación de extrañeza le asediaba tras aquellas invasiones sonrientes.
La noche transcurrió entre cenas avinatadas, calurosos paseos, excursiones absurdamente aparentes, cafés perfectos pero vacíos, y bajas gota a gota. Le apeteció seguir y con cuidado de no ensombrecerse con algunos delirios, bailó y conoció, pero con claridad para reconocer lo efímero, de la impecabilidad. Tampoco ella esta vez quería confundir, así que se mantuvo al margen de los brillos nocturnos. No quería precipitar, solo esperar.
Ese día había aprendido que la espera aunque frecuentemente le desesperara, también podía ser maravillosa. Que la espera se disfruta si se le otorga sentido como preparatoria en el devenir.
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