Juntaron el espesor de sus miradas. Nunca jamás volverían a ver aquellas atroces visiones. El aire era crudo y denso, arrastraba un negro dolor que se expandía atravesando las calles, las almas, los alientos, las súplicas, los desgarros. Su pesadez era tan grave, que su impacto ni siquiera daba lugar a la tristeza ante aquellas escenas. Sólo al ahogo. Ella, notaba como se debilitaba y sólo cerrando los ojos podía sostenerse ante aquel depravado ambiente. Echó su cabeza hacía atrás tratando de respirar por encima del brutal espesor de odio. Y abrió los ojos. Intentando emerger de aquel infierno, se dio cuenta de que en ese momento solo existía el cómo sobrevivir a aquello. Sobrevivir a la crueldad, al peligro, al dolor superlativo de aquella sinfonía de llantos desesperados.
Su condición de humana se veía amenazada en el momento en que pisaba aquella oscuridad. Sólo le quedaba el instinto para salir de allí. Pero, se resistía a ello, necesitaba saber que había algo más, que había alguien más caminando a su lado, sufriendo sus dolores y huyendo para salir de ese tormento de lágrimas. Entonces miró como su horrorizado compañero esquivaba súplicas y se agachaba ante cada atronador ruido. Como una haz de luz dentro de aquel océano de sangre, le agarró de la mano, tratando de encontrar algo más que a su animal. Buscaba su mano para volver a ser humana, para aferrarse a la idea del amor como último sentido, para creer en él a pesar de tanto odio, desesperación y muerte.
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