viernes, 21 de diciembre de 2012

Epitafia

Las empedradas mañanas le consumen. Hace semanas, quizá meses, sino años, que Epitafía ha dejado de preguntarse por qué no existen ventanas tras esos muros. Incluso siente como cae de ellos gravilla pequeña y machacona que se cuela en los zapatos de su sendero conocido, a primera vista, muchos dirían, (y precisamente por este motivo), inofensivo. Pero es tan destructor en su minuciosa calma y su inerte sosiego… 
Su estómago, que de lejos sabe el sabor de lo indigesto, a pesar de todos los discursos consagrados que puedan contarle, se le hace girondillos de un modo últimamente más que recurrente. Así que recurre al agarro del presente para poder pasar las horas. Para superar el zoom cerrado del reloj, y pasarse al plano abierto del paisaje en perspectiva. Para darle un sentido a esa condenada cautividad. El estómago le insiste y le habla mareado sobre el absurdo estoicismo impuesto en el pasadizo oscuro y retorcido del segundero. Y del concebirse como una presa que va tachando los días que pasan para acercarse a su liberación en las paredes de su cueva. Ya no importa si su encierro fue escogido o no. Quizá pensara que al encerrarse era capaz de liberar algún que otro corazón cautivo, que como ella ahora, era preso de la violenta indolencia de aquellos. Quizá incluso lo consiguiera. Pero la injusticia es tan inmunda e inmensa, que el consuelo y leve alivio que dejó tras sus pasos se han quedado mudos.

En el otoño de sus reflexiones y rebeldías elije por fin transitar con ternura y aplomo a partes iguales. Como la caída de las hojas doradas, que conocen el momento exacto para desprenderse del árbol al que ya no pertenecen. Elije pues, Epitafia, ese ondear volátil como despido al despedirse. Y sin tener que añadir muchas palabras pronunciar ser partidaria de su partida, pues no quiere transformar la lengua en literatura para que pueda venderse o manosearse. Sólo dejar estar al breve verbo con pocos fonemas, ya que seguro serán así, más sabrosos en su escasez. Sólo con la esperanza de creer que al cerrar una puerta se pueden abrir, por fin, las olvidadas ventanas. Pues con ambos pasos abiertos hay peligro del estruendo de un portazo, o incluso del griterío de un cristal que se quiebra. Su partida será leve esta vez, pues la sangre ya apesta nauseabunda en chaquetas y solapas. Esta vez, sólo quiere abrir ansiosa todas las ventanas y llenar la casa de aires templados, fríos o cálidos. Veloces, fútiles o incluso espesos, pero que inevitablemente obliguen a respirar, por ser sencillamente lo que son: aire. Aire que ventile los cabellos, lacios o enredados, aire que viaje por los agujeros, pronunciados y censurados, aire que recorra los pliegues más escondidos de todo su cuerpo. Aires que aireen, que ventilen, que hagan volar la dormidera aletargada de la cautividad y que se conviertan incluso en un huracán de devastadora alegría.

Feliz fin del mundo-piensa. Pues aunque a veces se oiga vociferando desde su rincón traicionero al miedo, es maravilloso y necesario suicidarse para renacer aún en el abismo del vacío libertario- concluye.
Y entonces, a lo lejos, se oye suave y seco el cerrojo de una vieja puerta.




1 comentario:

  1. abrir ventanas, aire circulando que revuelva todo y luego lo deje en su sitio o en otro, en un orden dulce y calmado. descorrer los cerrojos de viejas puertas y quitarles el óxido que provoca el escándalo al abrir y cerrarlas.

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